sábado, 14 de diciembre de 2019

MIRADAS VENDADAS







“Los más desgraciados no son los que sufren las injusticias, sino los que las cometen.”


(Montesquieu)






Hacer una aproximación histórica, recrear escenarios momentáneos a través de la gran pantalla, no es tarea sencilla para el cineasta. Conseguir reconstruir personalidades que desborden sensaciones de temor, inquietud, pesar o esperanza idénticas o, si se prefiere, comparables a las que en su día vivieron los personajes retratados en una obra, es una cumbre al alcance de muy pocos. 


El cine japonés no es extraño a esta consideración y, muy en especial, su generación perteneciente a la segunda mitad del siglo pasado. El compromiso mostrado por los realizadores de la mencionada etapa para con las experiencias vividas por su nación (en concreto, en las más oscuras décadas precedentes) es una de las notas estéticas más llamativas de sus carreras fílmicas. 


Este es el caso de una de las películas que más reconocimiento ha obtenido por parte de la crítica nipona (y más recientemente, también de la occidental): "Veinticuatro ojos" (1954, Keisuke Kinoshita). 




Basada en la novela homónima escrita en 1952 por Sakae Tsuboi, la historia nos sitúa en 1928, durante el alzamiento nacionalista de la era Showa. Una joven maestra llamada Hisako Ōishi (Hideko Takamine) reside en un pequeño pueblo costero en la isla de Shodoshima en el mar interior de Seto. La modernidad y sobre todo su hábito de salvar la larga distancia entre la escuela y su casa en bicicleta situada al otro lado de la bahía despiertan los rumores de los aldeanos hasta el día en que una caída le obligó a aceptar una licencia: estudiantes, triste por su ausencia, deciden recorrer el largo viaje a su casa. La reunión se carga de emocionalidad y sella un apego muy fuerte entre los estudiantes y su profesora. Con los años, el destino de cada uno diverge de los otros. Algunos muchachos son reclutados como soldados a la guerra, las niñas no tienen la oportunidad de continuar sus estudios, y durante el período militarista la maestra, viéndose expuesta a la presión de sus superiores, renuncia al oficio de la enseñanza. A pesar de estos acontecimientos, los vínculos con los estudiantes que ya habían aparecido en su primera clase son muy fuertes y, después de la guerra, cuando la profesora regresa a trabajar, se encuentra con algunos de sus alumnos, desatándose entonces la catarsis del film. 




En este film, Kinoshita realiza un magnífico retrato social, tanto de una comunidad sumida en los más hondos valores tradicionalistas, como del encuentro de la misma con los avatares del pensamiento más aperturista. 


Efectivamente, el argumento nos lleva a la vida de una pequeña isla llamada Shodoshima en la que impera un angosto ambiente rural y costumbrista, y nos relata las consecuencias que tiene la llegada de una joven y moderna profesora de ciudad, la señorita Oishi, con el propósito de impartir clases de primaria. Y he aquí uno de los aspectos más curiosos y llamativos del film y, en mi opinión, uno de sus grandes aciertos: la confrontación entre tradición y modernidad. Así las cosas, tan pronto como la profesora entra en escena, los recelos no tardan en aflorar entre los aldeanos, fruto de ese "choque de culturas" tan pronunciado en la sociedad del momento. 


Pero Kinoshita va más allá y profundiza en las raíces del contexto. A lo largo del metraje, la génesis del drama la va perfilando a través de sus protagonistas; Oishi y sus pequeños alumnos. Es entonces cuando la temática sitúa su centro de gravedad en dos puntos clave. Por un lado, la condición paupérrima en la que se ven obligados a vivir los habitantes de Shodoshima. Por otro, los ideales y el pensamiento que presidía el mundo nipón (un exacerbado amor por la patria y un desmedido sentido del deber y del honor). La articulación de ambos factores es un fascinante recurso, ya que, y como podemos observar, influyen de forma decisiva en el crecimiento de los niños y determinan sus elecciones vitales, hasta el punto de terminar por conducirlos a los más fatales destinos. 




A raíz de ello, los personajes son arrastrados a (sobre)vivir en las más trágicas situaciones familiares y personales, hecho que afecta de lleno a Oishi, la cual se ve invadida por un funesto sentimiento de impotencia al comprobar que sus inmejorables intenciones poco pueden hacer para solventar los dramas que se van sucediendo. Las interpretaciones al respecto rozan la excelencia. 


Quizás, uno de los puntos flacos de la película sea una aparente desigualdad en el desarrollo de cada uno de los personajes. No obstante, el guión muestra una compacta construcción, a lo que se une el uso (a modo de estandarte) de un crudo realismo social, que sirve para enfatizar el relato y hacernos partícipes del mismo. 




Sin duda, el mensaje que nos transmite este film, de necesario visionado para todo amante del séptimo arte (y del arte en general), es ese grito que clama contra lo irracional, contra la barbarie que puede derivarse del "ideal". 


Kinoshita, al igual que sus coetáneos, infunde en sus creaciones un claro cometido contra el belicismo y el imperialismo militarista (una de las mayores lacras de la historia de Japón), contraponiéndoles la razón y la educación en valores. 


Y lo bello de la cuestión es que acomete dicha labor mediante un gélido golpe de viento.




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